Todos coinciden en los Estados Unidos en que hay que actuar, pero ¿cómo?
La crisis es una palabra devaluada en nuestro país. Constantemente hablamos de la crisis que, una y otra vez, estalla, pero cuando ese fenómeno hace crujir los cimientos financieros de la economía norteamericana, entonces el tembladeral es muchísimo más fuerte porque abarca a todo el mundo.
Como dice Julio María Sanguinetti, "la crisis de estos días aún no ha terminado de procesarse, pero -cualquiera sea su desenlace- nos dejará un escenario más difícil del que disfrutamos en esta primavera inédita de los mercados exteriores, cuyos fulgores se han marchitado en dos semanas trágicas".
Situación excepcional, pues, que pone al rojo vivo el vínculo entre las decisiones febriles que se adoptan y los efectos que de ellas columbran los gobernantes. Esta es una de las raíces de la incertidumbre que hoy inunda a la ciudadanía de los Estados Unidos y, por carácter transitivo, a todos nosotros:
- ¿qué consecuencias tendrá la crisis financiera una vez que se ponga en marcha un inevitable plan de salvataje?
El presidente George W. Bush, cuya política es responsable de este desmadre, reclamó para sí una suerte de poderes de emergencia para hacer uso de una gigantesca suma de dólares que, hipotéticamente, pondrían a salvo a unos bancos de inversión en trance de afrontar una cadena de quiebras.
El Congreso, por su parte, se resiste a dar un cheque en blanco en el entendimiento de que no hay uno sino dos intereses por proteger: el de las entidades financieras y el de los contribuyentes sobre los cuales recaerá el peso de semejante operación de rescate.
¿A quién entonces respaldar?
Lo que está en juego es la posibilidad de encontrar una solución de compromiso que trace una diagonal entre ambos intereses:
- los de arriba, dueños y ejecutivos que gozaron de una formidable acumulación de riqueza durante estos años, y
- los de abajo que tendrán que poner el hombro bajo el supuesto de que, si no lo hacen, podrían dispararse tiempos aún peores con sus secuelas de caída del crédito y desempleo.
A cualquier observador atento le resultará evidente que estos proyectos vuelven su mirada hacia el pasado. El ejemplo desde luego más citado se ubica en los prolegómenos de la crisis mundial de 1930. En buena medida, muchas de las decisiones hoy en danza tienen que ver con el conocimiento de lo que no se hizo en aquellos años aciagos (conviene subrayar la locución negativa).
El presidente de la Reserva Federal, Ben Bernanke, un académico especialista en aquella crisis, impulsa esta estrategia derivada de una conjetura histórica. Con activismo gubernamental se trataría así de colmar los agujeros negros que se abrieron en 1930, engullendo al país en la depresión, ante la falta de respuesta del gobierno republicano de H. Hoover.
No obstante, amén de los efectos no queridos de dicha estrategia, permanece en suspenso el asunto de saber quienes serían los más afectados. El interrogante nos remite a una época mucho más lejana, al año 1790, cuando recién comenzaban a instalarse los engranajes de un inédito y ambicioso experimento republicano. Es una escena fascinante que puso frente a frente a un binomio entre los padres fundadores de aquella república compuesto por Alexander Hamilton y James Madison.
Los dos, uno en el gobierno y otro en aquel Congreso de los Estados Unidos aún en pañales, tuvieron que enfrentar de inmediato la cuestión de la deuda externa e interna heredada de los años de la guerra de la Independencia. Según consignó en su célebre Report on the Public Credit ,
- para Hamilton la asignatura pendiente se saldaba rescatando a la par los bonos de manos de los que él denominaba "acreedores de la nación".
- Para Madison, en cambio, la solución propuesta, si bien fulminante y eficaz, era al cabo poco republicana y poco representativa. En realidad, según el juicio de Madison admirablemente narrado por Joseph Ellis en su libro Founding Brothers , los titulares originarios, muchos de ellos soldados veteranos de la guerra, habían vendido esos bonos por una pequeña fracción de su valor a un conjunto de especuladores dispuestos a recuperar posteriormente esa suma sin quita alguna. Madison creía que esa situación injusta debía repararse de alguna manera con algún "principio de equidad".
De hecho, la tesis de Hamilton concluyó imponiéndose, aunque el debate dejó al desnudo la cruda puja de intereses contenida en ese tipo de procesos financieros. En lenguaje coloquial, la cosa estriba en saber quien será el pato de la boda.
¿Es acaso, como creía Hamilton, la concentración del poder económico una "fuerza dinámica" o, en su defecto, en línea con lo que pensaba Madison, habría que diseñar políticas que distribuyesen con más equidad el esfuerzo común?
Daría la impresión de que aquel eco lejano se hace sentir con fuerza en los actuales debates. Nadie parece dudar en los Estados Unidos de que hay que actuar; no muchos, sin embargo, parecen dispuestos a otorgar al secretario del Tesoro una autoridad sin mayores límites que concluya favoreciendo exclusivamente a esos grandi de que hablaba Maquiavelo. Por eso, podría comenzar a cobrar cuerpo una reforma fiscal muy distinta de la que pergeñó Bush.
Coyuntura por demás difícil porque en este tipo de crisis el tiempo se acelera a un ritmo vertiginoso. Habrá entonces que equiparse para soportar climas más rigurosos. Esto, en rigor, recién empieza.
Natalio R. Botana - "La Nación" - Buenos Aires - 28-Sep-2008
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