A principio del decenio de los noventa, creo que alrededor de 1993, Bélgica decidió superar el eterno conflicto entre flamencos y valones, dejándose de transferencias regionales -droga blanda- y apostando por la droga dura, al proclamar un Estado federal.
Se creyó que ese iba a ser el final de la disputa, y sólo ha resultado ser el principio de un endemoniado sistema, en el que los flamencos andan buscando un rey, los valones un presidente, y los pocos belgas que todavía quedan es posible que quieran empadronarse, ya puestos, en el Congo, que pudiera ser lo único que quede con algo de memoria belga.
En este momento, en Bélgica, funcionan ocho cámaras parlamentarias y seis gobiernos, cada uno naturalmente mirando para su barrio flamenco o valón.
Hay un Senado, que viene a ser como una asociación de antiguos alumnos, y un gobierno "de Estado", que suele durar unos días, unas semanas, o no existir durante meses.
A medida que crece la frustración individual, aumentan las exigencias de los nacionalismos.
El individuo occidental necesita creer en algo, y ha pasado
- del sacerdote al psiquiatra,
- del psiquiatra al astrólogo,
- del astrólogo al consumo, y
- del consumo al nacionalismo.
En el fondo, parece que necesitamos algún tipo de fe para tener la esperanza de que eso nos transformará en más altos, más inteligentes, o menos gilipollas de lo que demostramos a diario, que suele ser bastante.
Proyectar las frustraciones individuales en empresas colectivas suele ser un buen negocio para los caudillos, que viven de ello. El otro día, un inteligente Joaquín Leguina, recordaba la boutade de que los mejores cantantes franceses siempre han sido belgas.
La humorada tiene sus días contados, porque Bélgica está a punto de desaparecer.
Y, lo peor, es que nadie se lo creía, cuando comenzaron las primeras transferencias hacia las regiones.
Luis del Val - "Faro de Vigo" - Vigo - 5-Ago-2008
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