El pulso de Moscú a Occidente tiene un objetivo, cambiar las reglas de juego.
Al reconocer la independencia de Osetia del Sur y Abjazia, Rusia se arriesga a un cierto nivel de aislamiento internacional. Pero encastillarse en la soledad no es el fin de la política ejercida por el tándem Dmitri Medvédev-Vladímir Putin.
Con pasos como éste o como la suspensión del tratado de armas convencionales en Europa (CFE), lo que Rusia pretende es redefinir las reglas de su relación con Occidente; algo así como rebobinar el tiempo y corregir hábitos de comportamiento arraigados en los años noventa.
La propuesta del presidente Medvédev de convocar una conferencia de seguridad paneuropea se inscribe en ese contexto. A su manera, Rusia trata de recuperar las ideas que flotaban en la atmósfera de 1990 cuando los países de la OSCE afirmaron en la Carta de París que "la era de la confrontación y la división de Europa ha terminado". Para que tal cosa sea posible, y también por si no lo es, Moscú aspira a las mismas licencias en el derecho internacional que los norteamericanos se atribuyeron en los Balcanes y en Irak.
Moscú confía en sus recursos para capear el temporal de críticas. Además de hidrocarburos y materias primas, Rusia ofrece a Occidente la colaboración en la lucha antiterrorista en Afganistán, y por eso mantiene abierto el corredor de tránsito para la Alianza Atlántica.
Rusia está interesada en el éxito de la operación antiterrorista aliada, porque si fracasa, sufrirá las consecuencias "de forma más aguda" que Occidente, ha manifestado Konstantín Kosachov, el jefe de la comisión de Exteriores de la Duma (Cámara baja del Parlamento), y sus palabras fueron un contrapunto al presidente iraní, Mahmud Ahmadineyad, que arremetió contra la política de Washington en Afganistán en presencia de Medvédev y durante la cumbre de la organización de Shanghai.
Irán quiere ingresar en este club de Rusia, China y países centroasiáticos en el que es observador, pero Moscú lo mantiene a distancia, pues Teherán, Cuba o Bielorrusia no son del todo cómodas para la élite rusa actual, que tiene
- sus principales clientes de sus hidrocarburos en Europa;
- sus empresas, en las Bolsas de Nueva York o de Londres;
- sus cuentas corrientes, en bancos suizos, y
- sus hijos en colegios británicos.
Mijaíl Gorbachov y los artífices de la perestroika esperaban fundirse en el abrazo con Occidente que siguió a la caída del muro de Berlín. Pero, en lugar de la Casa Común Europea desde Vancouver a Vladivostok, que integrara a los países antes divididos por la guerra fría, el Kremlin vio cómo sus antiguos aliados del Pacto de Varsovia ingresaban en la Alianza Atlántica, una posibilidad que le estaba vedada, porque ni Rusia aceptaba el papel del Reino Unido y Francia frente a Estados Unidos, ni la Alianza quería que Moscú participara en la redefinición de sus nuevas normas.
La actual fase de ampliación atlántica a Georgia y Ucrania incrementa la sensación de acoso y amenaza en Rusia, donde es muy profundo el sentimiento, cierto o no, de que Gorbachov y Yeltsin fueron engañados por los socios occidentales.
Según un sondeo del centro Levada, el 66% de la población cree que Occidente ha apoyado a Georgia para debilitar a Rusia y expulsarla del Cáucaso. Al explicar la posición del Kremlin esta semana, el primer ministro Putin rezumaba resentimiento hacia EE UU.
El jefe del Gobierno llegó a acusar a la Administración republicana de haber instigado el ataque georgiano a los pacificadores rusos por motivos electorales (favorecer a John McCain). También contó que durante la inauguración de los Juegos Olímpicos de Pekín se dirigió a George Bush para que éste frenara al presidente georgiano, Mijaíl Saakashvili, pero el amigo norteamericano no respondió. El presidente de Kazajistán, Nursultán Nazarbáyev, avaló el relato de Putin.
Los orígenes de la guerra de los cinco días entre Georgia y Rusia, la mayor crisis internacional en el entorno pos-soviético, hay que buscarlos en 1991, cuando la Unión Soviética se fragmentó siguiendo los límites administrativos internos de las 15 repúblicas federadas, que en gran parte eran el producto de la política de corte y confección estalinista para controlar mejor el Estado.
Con excepción de Ucrania, Bielorrusia y Rusia, miembros de la ONU desde 1945, las repúblicas ex soviéticas fueron admitidas en Naciones Unidas como Estados soberanos a partir de septiembre de 1991.
Georgia fue la última en ingresar en julio de 1992, pero ya antes era un ente problemático con dos regiones sublevadas contra el intento de Tbilisi de privarlas de la autonomía de la que gozaron en época soviética.
La unanimidad de las dos Cámaras del Parlamento ruso en su apoyo a la independencia de Osetia del Sur y Abjazia fue un paso formal escenificado para justificar la decisión. Pero ni siquiera hubiera hecho falta, porque Putin y Medvédev tienen gran margen de maniobra. La popularidad del primero ha pasado del 80% al 83% de julio a agosto, y la del segundo, del 70% al 73%, y dos tercios de la población están a favor de arrebatarle Osetia y Abjazia a Georgia, según Leonid Sedov, del centro Levada (un 46%, por su incorporación a Rusia, y un 30%, por su independencia).
Para Moscú, Saakashvili es el Slobodan Milosevic del Cáucaso, y Abjazia y Osetia tienen tanto derecho a ser independientes como Kosovo.
Putin aguijoneó a Occidente al referirse a los pacificadores holandeses que en 1995 dejaron que ocurriera la masacre de miles musulmanes a manos de los serbobosnios en Srebrenica. Putin contrapuso el comportamiento de los holandeses al de los pacificadores rusos que defendieron a los osetios, pero cabe preguntar si los rusos hicieron algo por impedir la venganza de los osetios en los pueblos georgianos de Osetia del Sur. La segregación étnica en Osetia del Sur es un hecho.
La presencia de las tropas rusas en el puerto georgiano de Poti (justificada por Moscú por razones de seguridad para evitar que fondeen buques con armamento) se interpreta en algunos medios occidentales como una prueba de la continuidad de la política imperial de la URSS.
Para demostrar que su proceder responde a circunstancias concretas y no es un patrón de comportamiento, Moscú trata de forjar un acuerdo entre Moldavia y los separatistas del Transdniéster, pero Ígor Smirnov, el líder secesionista, se lo pone difícil al pretender el mismo derecho a la independencia que los abjazos y los osetios del sur.
Algunos temen que el próximo objetivo de Moscú sea Crimea, pero conviene tener en cuenta que fue Putin quien se empleó a fondo en abril de 2004 para que la Duma ratificara el acuerdo de fronteras con Ucrania, un documento por el que Rusia reconoce la integridad territorial de su vecino.
Y lo hizo con la oposición de comunistas y nacionalistas del bloque Ródina, dirigido por el actual embajador en la OTAN, Dmitri Rogozin, que se negaron a votar.
Pero la partida que comenzó en 1991 no ha terminado, y tanto Ucrania como Occidente pueden contribuir aún con sus jugadas al verdadero desenlace de la saga soviética.
PILAR BONET - "El País" - Madrid - 31-Ago-2008
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