A medida que aumentan las habilidades tecnológicas de una sociedad, que nos hacen sentir como dioses, disminuye, en idéntica proporción, nuestra capacidad para manejar la incertidumbre y los valores sobre los que se asienta el hecho excepcional de la vida y la muerte.
Lo que sucedió ayer en Barajas no es más que la trágica normalidad de un aeropuerto mastodóntico que canaliza cerca de medio millón de aviones y casi ochenta millones de pasajeros por año, y que, gracias a su buen funcionamiento, llevaba un cuarto de siglo sin tener -atentados al margen- accidentes reseñables.
Por eso dudo del acierto de gestionar estos hechos como se gestionan los daños producidos de forma intencionada por la maldad de los hombres, con una sobredosis mediática que lleva al Gobierno y a la oposición a movilizarse como si fuesen médicos, bomberos, policías o conductores de ambulancias.
La técnica permite manejar estos grandes aeropuertos con altísimos índices de eficacia y seguridad. Pero a veces sucede que, como en el caso del vuelo JK5022 de Spanair-Lufthansa, operado por un avión MD-82, no es posible prever toda la casuística que implica un hecho tan corriente como el despegue de un aparato. Y es entonces cuando, tras unos segundos catastróficos, un centenar muy largo de muertos y heridos quedaron esparcidos por el campo a solo unos metros de la orgullosa T4 del aeropuerto de Madrid.
Después empieza un ceremonial que, sin esperar los informes técnicos oportunos, empieza a distribuir presuntas culpas sobre
- los tripulantes,
- los técnicos que revisan los aparatos,
- los inspectores que cargan los aviones y
- ¿cómo no?, sobre los servicios policiales encargados de evitar atentados terroristas.
Y la muerte, que siempre debe ser un hecho familiar e íntimo -también en los supuestos de accidente- se convierte en un trámite oficial, con lutos absurdamente decretados y con unos psicólogos profesionales especializados en decir con lenguaje técnico lo que mis vecinas de Forcarei decían -«estaba de Dios», «tíñana alí», «de algo hai que morrer»- con más dulzura y mejores resultados.
Claro que en los tiempos que yo recuerdo
- la gente sabía lo que era la muerte,
- aceptaba el poder sobrenatural que la administra, e
- interpretaba la vida como un don precioso, no necesario, que nos había tocado.
Y por eso mis vecinos sabían separar la catástrofe -esa que hay que investigar a fondo para que no se repita y para exigir responsabilidades- de la muerte personal.
Y en ese sentido reconozco que debe ser una enorme tragedia el morir,
- en vez de porque Dios lo quiso,
- por el fallo de un fusible o algo parecido.
Es la muerte tecnificada, mediática y politizada que ayer asoló las pistas de Barajas.
Xosé Luis Barreiro Rivas - "La Voz de Galicia" - Santiago de Compostela - 21-Ago-2008
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