«Esos Estados», escribía Condoleezza Rice en el año 2000 refiriéndose a Rusia y China, «son capaces de crear problemas en gran escala y cuando actúan con cólera se ven afectados centenares de millones de personas».
Rusia ha obrado, en efecto, con rabia y cálculo en el conflicto con Georgia y su intervención va a incidir de forma decisiva en la vida de los habitantes de su amplia periferia y en todo el Cáucaso.
La irritación de Rusia nace, en primer lugar, de sentirse ninguneada desde que desapareció la Unión Soviética. Unos dirigentes, el zar Putin sería el mejor ejemplo, amamantados en la guerra fría y que han echado los dientes en un planeta con dos grandes superpotencias, Estados Unidos y Rusia, son reacios a admitir que en el mundo solo queda un gran imperio, el estadounidense.
La riqueza inusitada del petróleo les permite tratar de corregir esa situación. El despecho ruso se incrementó con el apoyo occidental a la independencia de Kosovo, parte hasta hace poco del territorio de su aliado, Serbia. «Si vosotros alentáis separatismos que afectan a mis amigos -razonaría el-, yo haré lo propio en zonas de países cercanos a mí y que me vienen incordiando». De ahí la dentellada a Georgia en Osetia, Abjasia, etcétera. Territorios con veleidades secesionistas y en los que hay abundantes colonias rusas. Georgia, en tercer lugar, colma la cólera rusa. Su líder es detestado por Putin y ha cometido un pecado de lesa majestad: se empeña en entrar en la OTAN.
Apoyadas por Estados Unidos y por varias naciones antiguamente sometidas al yugo soviético, Polonia, las bálticas, etcétera, Georgia y Ucrania arrancaron a los dirigentes de la OTAN, en la cumbre de primavera, la promesa de que entrarían en la organización. Esto fue una banderilla de fuego para Putin y su equipo. Resulta ahora totalmente evidente que Moscú considera inaceptable que una nación situada a sus puertas quiera integrarse en las estructuras de defensa occidentales. Tomó el purgante con Estonia, Lituania, Letonia, pero, armada de su petróleo y convencida de la debilidad actual de Occidente, ha trazado una raya bastante perceptible: Georgia y Ucrania, no.
Esperó por ello a que el presidente georgiano le diera un pretexto al intentar recuperar la soberanía de Osetia; la rapidez y la cuidada preparación de la invasión apuntan a que el Kremlin solo buscaba el momento más adecuado para darle un sonoro susto.
Los objetivos de Rusia al mover la ficha de la intervención en un país extranjero -la primera vez que lo hace desde la invasión de Afganistán- serían múltiples:
- gana el respeto internacional que cree le es debido,
- aumenta la seguridad en sus fronteras (la díscola Chechenia no está lejos de la zona invadida),
- muestra la dependencia energética occidental en una región que produce o por la que han de circular el gas o el petróleo vitales para Europa y
- lanza un aviso ominoso a Ucrania, otro país que los dirigentes rusos consideran casi propio y con el que existe el conflicto de Crimea.
Los ucranianos se ven obligados a replantearse sus ansias por entrar en la OTAN y los detractores del presidente del país, pro rusos o no, encuentran inesperadas fuerzas para cuestionarlo.
La historia dirá si a Rusia le salen las cuentas. En Europa se multiplican por cuatro las suspicacias hacia el matonismo moscovita -en Estados Unidos ya se venía denunciando el nuevo imperialismo del Kremlin-, pero el hambre europea en el tema energético nos deja con pocas opciones.
El exiguo papel de Europa, perennemente dividida, en la crisis, a pesar de la intervención de Sarkozy, ha quedado de manifiesto con el papel casi invisible de Solana a lo largo de estos quince días. Solana ha estado ausente probablemente no por vacaciones, sino por la frustrante división de Europa.
Hay quien dice que la Unión Europea tardará aún una generación en tener una política común en los temas exteriores importantes. Esperemos que no sea más.
Inocencio F. Arias - "La Voz de Galicia" - Santiago de Compostela - 26-Ago-2008
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